«La existencia de un número relativamente grande de obreros que trabajan bajo el mando del mismo capital es el punto natural y primitivo de partida de la cooperación en general, y de la manufactura en particular. A su vez, la división manufacturera del trabajo convierte en necesidad técnica la incrementación del número de obreros empleados. Ahora, es la división del trabajo reinante la que prescribe a cada capitalista el mínimo de obreros que ha de emplear. De otra parte, las ventajas de una división más acentuada del trabajo se hallan condicionadas al aumento del número de obreros y a su multiplicación. Ahora bien; al crecer el capital variable, tiene que crecer también necesariamente el capital constante, y al aumentar de volumen las condiciones comunes de producción, los edificios, los hornos, etc., tienen también que aumentar, y mucho más rápidamente que la nómina de obreros, las materias primas. La masa de éstas absorbida en un tiempo dado por una cantidad dada de trabajo, aumenta en la misma proporción en que aumenta, por efecto de su división, la fuerza productiva del trabajo. Por tanto, el volumen mínimo progresivo del capital concentrado, en manos de cada capitalista, o sea, la transformación progresiva de los medios de vida y de los medios de producción de la sociedad en capital, es una ley que brota del carácter técnico de la manufactura [1].
En la manufactura, lo mismo que en la cooperación simple, la individualidad física del obrero en funciones es una forma de existencia del capital. El mecanismo social de producción, integrado por muchos obreros individuales parcelados, pertenece al capitalista. Por eso, la fuerza productiva que brota de la combinación de los trabajos se presenta como virtud productiva del capital. La verdadera manufactura no sólo somete a obreros antes independientes al mando y a la disciplina del capital, sino que, además, crea una jerarquía entre los propios obreros. Mientras que la cooperación simple deja intacto, en general, el modo de trabajar de cada obrero, la manufactura lo revoluciona desde los cimientos hasta el remate y muerde en la raíz de la fuerza de trabajo individual. Convierte al obrero en un monstruo, fomentando artificialmente una de sus habilidades parciales, a costa de aplastar todo un mundo de fecundos estímulos y capacidades, tal como en los estados del Río de la Plata se sacrifica un animal entero para arrebatarle el cuero o el sebo. Además de distribuir los diversos trabajos parciales entre diversos individuos, se secciona al individuo mismo, se le convierte en un aparato automático adscrito a un trabajo parcial [2], dando así realidad a aquella desazonadora fábula de Menenio Agripa, en la que vemos a un hombre convertido en simple fragmento de su propio cuerpo. En sus orígenes, el obrero vendía la fuerza de trabajo al capitalista por carecer de los medios materiales para la producción de una mercancía; ahora, su fuerza individual de trabajo se queda inactiva y ociosa si no la vende al capital. Ya sólo funciona articulada con un mecanismo al que únicamente puede incorporarse después de vendida, en el taller del capitalista. Incapacitado por su propia naturaleza para hacer nada por su cuenta, el obrero manufacturero sólo puede desarrollar una actividad productiva como parte accesoria del taller capitalista:
«El obrero que lleva en sus brazos todo un oficio puede ir a cualquier lado a ejercer su industria y encontrar sus medios de subsistencia; el otro −el obrero manufacturero− no es más que un accesorio que, separado de sus compañeros, ya no tiene ni capacidad ni independencia, hallándose obligado por tanto a aceptar la ley que se juzgue adecuado imponerle». (Henri Storch; Curso de Economía Política, 1815)
El pueblo elegido llevaba escrito en la frente que era propiedad de Jehová; la división del trabajo estampa en la frente del obrero manufacturero la marca de su propietario: el capital.
Los conocimientos, la perspicacia y la voluntad que se desarrollan, aunque sea en pequeña escala, en el labrador o en el artesano independiente, como en el salvaje que maneja con su astucia personal todas las artes de la guerra, basta con que las reúna ahora el taller en un conjunto. Las potencias espirituales de la producción amplían su escala sobre un aspecto a costa de inhibirse en los demás. Lo que pierden los obreros parciales, se concentra frente a ellos en el capital. Es el resultado de la división manufacturera del trabajo el erigir frente a ellos, como propiedad ajena y poder dominador, las potencias espirituales del proceso material de producción. Este proceso de disociación comienza con la cooperación simple, donde el capitalista representa frente a los obreros individuales la unidad y la voluntad del cuerpo social del trabajo. El proceso sigue avanzando en la manufactura, que mutila al obrero, al convertirlo en obrero parcial. Y se remata en la gran industria, donde la ciencia es separada del trabajo como potencia independiente de producción y aherrojada al servicio del capital:
«Entre el hombre de saber y el obrero productivo se interpone un abismo, y la ciencia, en vez de estar en manos del obrero para aumentar sus propias fuerzas productivas para él mismo, se le ha enfrentado casi siempre... El conocimiento se convierte en un instrumento capaz de separarse del trabajo y enfrentarse a él». (W. Thompson; Una investigación sobre los principios de la distribución de la riqueza, 1824)
En la manufactura, el enriquecimiento de la fuerza productiva social del colectivo obrero, y por tanto del capital, se halla condicionada por el empobrecimiento del obrero en sus fuerzas productivas individuales.
«La ignorancia es la madre de la industria y de la superstición. La reflexión y el talento imaginativo pueden inducir a error, pero el hábito de mover el pie o la mano no tiene nada que ver con la una ni con el otro. Por eso, donde más prosperan las manufacturas es allí donde se deja menos margen al espíritu, hasta el punto de que el taller podría ser definido como una máquina cuyas piezas son hombres». (Adam Ferguson; Historia de la sociedad civil, 1767)
En efecto, a mediados del siglo XVIII algunas manufacturas empleaban preferentemente a operarios «semiidiotas», para ciertas operaciones sencillas que constituían, sin embargo, secretos fabriles [3]. Dice Adam Smith:
«El espíritu de la mayoría de los hombres se desarrolla necesariamente sobre la base de las faenas diarias que ejecutan. Un hombre que se pasa la vida ejecutando unas cuantas operaciones simples... no tiene ocasión de disciplinar su inteligencia. (…) Va convirtiéndose poco a poco y en general en una criatura increíblemente estúpida e ignorante» (Adam Smith; La riqueza de las naciones, 1776).
Y, después de describir el «idiotismo» del obrero parcial, continúa:
«La uniformidad de su vida estacionaria corrompe también, naturalmente, la intrepidez de su espíritu; destruye incluso la energía de su cuerpo y le incapacita para emplear sus fuerzas de un modo enérgico y tenaz, como no sea en el detalle para que se le ha educado. Su pericia para una ocupación concreta parece haber sido adquirida a costa de sus dotes intelectuales, sociales y guerreras. Y, sin embargo, es éste el estado en que tiene necesariamente que caer el trabajador pobre, es decir, la gran masa del pueblo, en toda sociedad industrial y civilizada» [4]. (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, 1776)
Para evitar el estado de completa degeneración de la masa del pueblo a que conduce la división del trabajo, Adam Smith recomienda la instrucción popular organizada por el Estado, aunque en dosis prudentemente homeopáticas. Su traductor y comentador francés Germain Garnier, que bajo el Primer Imperio acabó siendo, por un proceso muy natural, senador, polemiza consecuentemente contra él, alegando que la instrucción popular choca contra las leyes primarias de la división del trabajo y que con ella se proscribiría todo nuestro sistema social.
«Al igual que todas las demás divisiones del trabajo, la división entre el trabajo manual y el trabajo intelectual se hace más marcada y resuelta a medida que la sociedad –expresión empleada acertadamente para designar el capital, la propiedad inmueble y su Estado– se hace más rica. Esta división del trabajo es, como todas las demás, fruto de progresos pasados y causa de progresos futuros... ¿Puede el Gobierno, entonces, contrarrestar este sistema y detenerlo en su marcha natural? ¿Puede invertir una parte de las rentas del Estado en el empeño de mezclar y confundir dos clases de trabajo que tienden a separarse y dividirse?». (Germain Garnier; Traducción de la obra de Adam Smith: «La Riqueza de las Naciones», 1805)
Es indudable que toda división del trabajo en el seno de la sociedad lleva aparejada inseparablemente cierta degeneración física y espiritual del hombre. Pero el período manufacturero acentúa este desdoblamiento social de las ramas de trabajo de tal modo y muerde hasta tal punto, con su régimen peculiar de división, en las raíces vitales del individuo, que crea la base y da el impulso para que se forme una patología industrial. [5]
«Parcelar a un hombre, equivale a ejecutarlo, si merece la pena de muerte, o a asesinarlo si no la merece. La parcelación del trabajo es el asesinato de un pueblo». (David Urquhart; Palabras familiares, 1855)
La cooperación basada en la división del trabajo, o sea, la manufactura, es, en sus orígenes, una manifestación elemental. Tan pronto como cobra alguna consistencia y amplitud, se convierte en una forma consciente, reflexiva y sistemática del régimen capitalista de producción. La historia de la verdadera manufactura demuestra cómo la división del trabajo característica de este sistema va revistiendo las formas adecuadas, primero empíricamente, como si actuase a espaldas de los personajes que intervienen en la acción, hasta que luego, como ocurrió con el régimen gremial, esta forma, una vez descubierta, tiende a arraigarse por la tradición y, en algunos casos, se consolida con fuerza secular. Y si esta forma cambia, es siempre, salvo en manifestaciones secundarias, al operarse una revolución de los instrumentos de trabajo. Pueden ocurrir dos cosas: o que la moderna manufactura –y me refiero aquí a la gran industria, basada en la maquinaria–, se encuentre ya, al nacer –que es, por ejemplo, el caso de la manufactura de confección de ropas en las grandes ciudades– con los miembros dispersos y no tenga más que reunirlos y sacarlos de su dispersión, o bien que el principio de la división sea evidente por sí mismo, asignándose sencillamente a diversos obreros las diversas faenas de la producción manual, como ocurre por ejemplo, en el gremio de la encuadernación. En estas circunstancias, para fijar el número proporcional de brazos necesarios a cada función, basta con una semana de experiencia [6].
Mediante el análisis de las actividades manuales, la especificación de los instrumentos de trabajo, la formación de obreros parciales, su agrupación y combinación en un mecanismo complejo, la división manufacturera del trabajo crea la organización cualitativa y la proporcionalidad cuantitativa de los procesos sociales de producción; es decir, crea una determinada organización del trabajo social, desarrollando con ello, al mismo tiempo, la nueva fuerza social productiva del trabajo. Como forma específicamente capitalista del proceso social de producción –que, apoyándose en las bases preestablecidas, sólo podía seguirse desarrollando bajo la forma capitalista–, esta organización no es más que un método especial de creación de plusvalía relativa, un procedimiento para incrementar las ganancias del capital –la llamada riqueza social, «riqueza de las naciones», etcétera– a costa de los obreros. Este método no sólo desarrolla la fuerza productiva social del trabajo para el capitalista exclusivamente, en vez de desarrollarla para el obrero, sino que, además, lo hace a fuerza de mutilar al obrero individual. Crea nuevas condiciones para que el capital domine sobre el trabajo. Por tanto, aunque por un lado represente un progreso histórico y una etapa necesaria en el proceso económico de formación de la sociedad, por otro lado, es un medio de explotación civilizada y refinada.
La economía política, que no aparece como verdadera ciencia hasta el período de la manufactura, no acierta a enfocar la división social del trabajo más que desde el punto de vista de la división manufacturera del trabajo [7] como un medio para producir con la misma cantidad de trabajo más mercancías, con el consiguiente abaratamiento de éstas y, por tanto, una mayor celeridad en la acumulación del capital. Esta acentuación de la cantidad y del valor de cambio contrasta de un modo notable con la posición mantenida por los autores de la Antigüedad clásica, quienes insistían exclusivamente en la calidad y en el valor de uso [8]. La diferenciación entre las ramas de producción social hace que las mercancías se fabriquen mejor; los diversos instintos y talentos de los hombres buscan un campo apropiado para desenvolverse [9] y, sin restringirse es imposible hacer nunca nada importante [10]. Por tanto, la división del trabajo perfecciona el producto y el productor. Y si a veces se apunta también al incremento del volumen de productos, es aludiendo siempre a la mayor abundancia de valores de uso. No habla para nada del valor de cambio, del abaratamiento de las mercancías. Este punto de vista del valor de uso es el que impera tanto en Platón [11] para quien la división del trabajo constituye la base sobre que descansa la diferenciación social de las clases, como en Jenofonte [12] que, con su instinto burgués característico, se va acercando ya a la división del trabajo dentro del taller. La República de Platón, en lo que se refiere a la división del trabajo, como principio normativo del Estado, no es más que la idealización ateniense del régimen egipcio de castas; para algunos autores contemporáneos de Platón, como, por ejemplo, Isócrates [13], Egipto era el país industrial modelo, rango que todavía le atribuían los griegos en la época del Imperio romano [14].
Durante el verdadero período de la manufactura, o sea, el período en que ésta se erige en forma predominante del régimen capitalista de producción, tropieza con toda una serie de obstáculos que se oponen a la plena realización de sus tendencias. Como veíamos, la manufactura, además de implantar una organización jerárquica entre los obreros, establece una división simple entre obreros expertos e inexpertos; pues bien, a pesar de esto, la cifra de los segundos queda notablemente contrarrestada por la influencia predominante de los primeros. La manufactura adapta las operaciones especiales al diverso grado de madurez, fuerza y desarrollo de su órgano vivo de trabajo, viéndose por tanto impulsada a la explotación productiva de la mujer y del niño. No obstante, esta tendencia choca, en general, con los hábitos y la resistencia de los obreros varones. La descomposición de las faenas manuales reduce los gastos de formación, y por tanto el valor de los obreros, no obstante, los trabajos de detalle más difíciles exigen una época más larga de aprendizaje, que los obreros defienden celosamente aun en aquellos casos en que es inútil. Así, por ejemplo, en Inglaterra las «laws of apprenticeship», con sus siete años de aprendizaje, se mantienen en vigor íntegramente hasta fines del periodo manufacturero, hasta que la gran industria viene a arrinconarlas. Como la pericia manual del operario es la base de la manufactura y el mecanismo total que en ella funciona no posee un esqueleto objetivo independiente de los propios obreros, el capital tiene que luchar constantemente con la insubordinación de los asalariados. Exclama el amigo Ure:
«La naturaleza humana es tan imperfecta, que los obreros más diestros son también los más tercos y los más difíciles de manejar, y por tanto los que mayores daños infieren al mecanismo global con sus cabezas alocadas». (Andrew Ure; La filosofía de las manufacturas: o una exposición de la ciencia, la moral y la economía comercial del sistema fabril de Gran Bretaña, 1835)
Por eso, a lo largo de todo el periodo manufacturero resuenan las quejas de los patronos acerca de la indisciplina e insubordinación de los obreros [15]. Y si no poseyésemos los testimonios de autores de la época, los simples hechos de que desde el siglo XVI hasta la época de la gran industria el capital fracasase en su empeño de absorber todo el tiempo de trabajo disponible de los obreros manufactureros y de que las manufacturas tengan siempre una vida corta, viéndose obligadas por las constantes inmigraciones y emigraciones de obreros a levantar su sede de un país para fijarla en otro, hablarían con la elocuencia de muchos volúmenes. «¡Hay que poner orden, sea como fuere!», clama en 1870 el autor del «Essay on Trade and Commerce», tantas veces citado. Y la palabra «¡orden...!» resuena 66 años más tarde como un eco, en labios del doctor Andrew Ure. Es el «orden» que se echaba de menos en la manufactura, basada en «el dogma escolástico de la división del trabajo», y que, por fin, creó Arkwright.
Además, la manufactura no podía abarcar la producción social en toda su extensión, ni revolucionarla en su entraña. Su obra de artificio económico se vio coronada por la vasta red del artesanado urbano y de la industria doméstica rural. Al alcanzar cierto grado de desarrollo, su propia base técnica, estrecha, hízose incompatible con las necesidades de la producción que ella misma había creado. Uno de sus frutos más acabados era el taller de fabricación de los propios instrumentos de trabajo, y sobre todo de los aparatos mecánicos complicados, que ya comenzaban a emplearse. Dice Ure:
«Estos talleres desplegaban ante la vista la división del trabajo en sus múltiples gradaciones. El taladro, el escoplo, el torno: cada uno de estos instrumentos tenía sus propios obreros, organizados jerárquicamente según su grado de pericia». (Andrew Ure; La filosofía de las manufacturas: o una exposición de la ciencia, la moral y la economía comercial del sistema fabril de Gran Bretaña, 1835)
Este producto de la división manufacturera del trabajo producía, a su vez, máquinas. Y la máquina pone fin a la actividad manual artesana como principio normativo de la producción social. De este modo, se consiguen dos cosas. Primero, desterrar la base técnica en que se apoyaba la anexión de por vida del obrero a una función parcial. Segundo, derribar los diques que este mismo principio oponía al imperio del capital». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)